Dije que iba a hablar algo de los hámsters y del cobaya, y ya va siendo hora. Los hámsters son mejores que los cobayas, son más de compañía. Los cobayas son salvajes, Coco mordía la mano si la metías en su jaula y te arañaba y hacía unas cacas enormes y asquerosas. A Zac le hizo sangre una vez, y le desinfectamos con alcohol y se puso a berrear, y no se calmó hasta que le dijimos que un apache mezcalero aguantaría el dolor sin pestañear, y se calmó, pero dijo que Coco era un imbécil. A mí ya no me gusta tener ni hámsters ni cobayas, pero a Pierna Roja aún le gustan los hamsters. Primero tuvimos uno que se llamaba Tito, marrón con manchas blancas, se murió al año y medio y compramos a Tito II. Como se llamaba Tito II, parecía un rey, y a veces le llamábamos Su Majestad. Eso le hacía una gracia tremenda a Zac, y se reía como un loco cada vez que, papá, mamá o yo le preguntábamos que qué tal estaba Su Majestad, o que si se había acordado de dar de comer a Su Majestad, claro que entonces mi hermano tenía cinco años. Tito II era blanco con manchas negras y duró dos años, un reinado aceptablemente largo para un hámster, y ahora seguirá siendo rey, porque como dijo mi primo todos los muertos son reyes. Después vino Coco, el cobaya, que era negro entero, y ahora tenemos un hámster blanco del todo que se llama Chancho, que quiere decir cerdo en guaraní, aunque eso Zac no lo sabe.
(Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero. Martín Casariego Córdoba.
Anaya. Espacio abierto, 1995.) |
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